martes, octubre 03, 2006

El viaje

Mi dedo hizo la seña. La seña que le indica al chofer del microbús que se debe detener para que pueda abordar. Soy muy respetuoso de las normas así que había caminado hasta el parabús; casi todos se quedan en la esquina en el cruce de las avenidas. Soy muy respetuoso y también soy muy flojo; prefiero caminar unos pasos subirme al vehículo antes y así poder viajar sentado todo el camino. Es mi ruta de todos los días, tengo medidos todos los factores, si es necesario me espero veinte minutos a que pase un pesero con lugares vacíos, así puedo escoger uno junto a la ventana del lado derecho, porque en la mañana a esa hora el sol pega del otro lado, un lugar del lado derecho es sinónimo de una asoleada inmisericorde durante todo el trayecto. También procuro que sea detrás del chofer, así puedo ir escuchando el radio.
Pero ese día me equivoqué. Subí y no estaban Mis lugares. Ninguno. Todo el lado derecho estaba ocupado. Tuve que sentarme hasta atrás, en el centro. Si bien ahí no da el sol, no llega tampoco a ser una buena ubicación: constantemente siento que estoy desprotegido, si algo pasa y frenamos bruscamente saldría disparado hasta la palanca de velocidades, por eso no me gusta ese lugar. Pero ya estaba yo arriba, ya había pagado y ¡horror! No poseo los pantalones suficientes para pedir mi importe de vuelta y bajarme a esperar el transporte con el lugar ideal. Me acomodé en mi asiento. Atrás y en medio.
Un semáforo. Dos semáforos. El viaje transcurría con tranquilidad, nadie subía, nadie bajaba; todos sentados. Microbús lleno. Veinte minutos después vino la tragedia: otro dedo hizo la seña.
Una mano se afianzó de la puerta y arrastró pegada a la muñeca, al brazo, a la señora más gorda que he visto en mi vida. Toda vestida de morado. Una sola de sus nalgas pesaría más que mi cabeza. Pagó con unas monedas que en su enorme mano parecían lentejas y luego volteó hacía el fondo del camión, buscando dónde sentarse, pero no había ningún asiento vacío. Empecé a sudar frío, no me atrevía a verla a los ojos. Clavé mi mirada en la nuca de un señor que iba en el primer asiento ¡El! ¡Él debía levantarse! Debería comportarse como un caballero. Pero no lo hizo. Comencé a sentir calor. La gorda dio unos pasitos torpes por el pasillo. Del lado derecho un joven con una cachucha horrible no levantaba la vista de su periódico. Quise levantarme, quitarle la cachucha, pegarle un sape y hacer que le cediera el lugar al ballenato morado, pero no me atreví. Miré con tristeza los pies que increíblemente soportaban tanto peso dar otros pasitos torpes, hacia el fondo, hacia mi. En la siguiente fila una muchacha guapa le sostuvo la mirada a los dos ojos que había detrás de las sebosas mejillas. Desafiándola, cómo diciendo no me importas, soy bonita, soy guapa y soy esbelta; y voy sentada y no me voy a levantar. ¿Por qué? ¿Por qué esa soberbia? ¿Por qué no quiso dejarle su lugar? Con esa mirada retadora sólo logró que los pasitos torpes se acercarán más rápido a mi. Comencé a mirar por las ventanas, tratando de saber cuanto faltaba para llegar a mi destino. Faltaba mucho aun. Y si nadie se apiadaba de la gorda me tendría que levantar, cederle mi lugar y viajar de pie. Soy muy respetuoso de las normas, pero también tengo noción de la justicia y no era justo que Yo, que viajaba hasta atrás me tuviera que parar. Y era un caso perdido, a mis dos costados viajaban mujeres ya entradas en años. Si no dejaba mi lugar me lo reprocharían con la mirada, tal vez hasta con algún comentario por lo bajo, si permitía que la gorda se sentara también me lo reprocharían, esa humanidad las hubiera hecho viajar muy apretadas.
Aun quedaban tres filas antes de mí. Busqué con la mirada algún movimiento, alguna señal, algo que me indicará que alguien se pararía, la gorda hacia lo mismo. Pensé en fijar mi vista en mis zapatos, en la manchita rosa en la punta de mi zapato izquierdo, abstraerme a tal punto que la gorda desapareciera, pero me fue imposible. No pude mas que sorprenderme por la indiferencia, la facilidad con la que un tipo de traje le propinó un codazo en la panza a la única que iba a pie, se sorbió los mocos y continuó comiendo sus pepitas. ¡Todos tan tranquilos! Claro, se desentendían y no tenían que verle la cara, pero yo si, y seguía avanzando hacía mi. Comencé a mecerme los cabellos, no quería romper la armonía. No quería ser el individuo que no fue parte del grupo: el que cortésmente le obsequiara su asiento a una obesa. No me quedaban muchas opciones y el tiempo se acababa. Me mordí un nudillo. Encontré una solución. No, no era una solución: era una estupidez, una idea desesperada: podría bajarme del microbús; le dejaría el lugar a la colosal mujer, y no haría quedar mal a mis compañeros de viaje por ser caballeroso, parecería una simple coincidencia. Miré a la ventana de nuevo, respiré profundo.
Los 130 kilos de carne forrados de tela morada se detuvieron justo delante de mis rodillas. Me temblaba un párpado. Tomé la Decisión. Me erguí y algo murmuré, algo murmuró en respuesta la gorda y se sentó, algo murmuraron las señoras. Los pasajeros voltearon a verme. Una gota de sudor se formó en mi patilla.
Estiré la mano y toqué el timbre, el resto del camino lo hice en taxi.

1 Comentarios:

A la/s 1:32 a.m., Anonymous Anónimo dijo...

jajajaja magistral este relato compadre, muy muy divertido y lucido sobretodo

 

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