jueves, septiembre 23, 2010

La caja y la flor.

Necesitaba un baño. Con la punta de los pies di caza a las pantuflas. Con una mano ciega intenté desenmarañar la bata de dormir. Debo haber estado todavía un poco dormido porque metí tres veces el brazo derecho en la manga izquierda hasta que desistí de hacerlo bien. Con la espalda de la bata en el pecho, como cirujano, salí de la caja de zapatos dispuesto a bañarme.

El camino era un campo minado. Tuve que rodear una moneda, escalar un carrete de hilo, a la pantufla derecha la consideré daño colateral cuando se atoró irremediablemente en una grieta; y mi pantorrilla todavía tiene memoria del golpe que se llevó contra algo; hasta la fecha no sé que fue. Golpeado y semidescalzo, llegué a la puerta cerrada. Pasé rodando debajo de ella. Asco; mi bata trapeó la baba que un caracol dejó allí.

Por fin alcancé el exterior. La luna llena llovía a cántaros. Me coloqué justo debajo de ella y le dirigí mi frente. Qué frescura. Conforme la angustia provocada por el sueño se escurría de mi cuerpo, me fui quitando la bata. Fue en ese momento cuando miré las marcas en mi piel: estrías. ¿Cómo estrías? ¿Por qué estrías? ¿Cuándo estrías? Me senté bajo el chorro de luna a tratar de recordar mi sueño.

Recordé:

Los rayos del sol aguijoneaban mis mejillas. Me cubría los ojos. La luz era tan intensa que podía ver las venas de dentro de mis dedos y el contorno de mis manos era difuso. Si cerraba los ojos, podía ver gusanos luminosos paseándose por mis párpados. Luego me descubría la cara y sentía un mareo atroz. Abrí un solo ojo y lo primero que llamó mi atención fue una flor. Una flor que estaba arriba, muy arriba, de mi cabeza. Era roja pero también era azul. Y por momentos no tenía color alguno. Entonces extendía mi brazo con el deseo de tocarla. Y fue en ese momento cuando lo extraño comenzó.

Me estiraba. No. No me estiraba. Me agrandaba. Cuando uno se estira las proporciones del cuerpo se pierden; los brazos se hacen largos y flacos y el codo parece el nudo de una cuerda; o el tórax, aplanado, se aleja de la cintura y parece viruta. Yo me agrandé. Así: parejo. En el momento que tuve la flor a la altura de mis ojos, la sujeté. Me impresionaba el tamaño de mi mano; con la punta de los dedos pude tomar el cáliz entero. La flor se separó del resto de la planta cuando mi agrandamiento fue mayúsculo y me quedé con ella. La estudiaba con insistencia: sus pétalos, sus pistilos; todas sus perfecciones me parecían tan pequeñas que eran aún mas perfectas. Y luego volteaba a mi rededor.

Estaba en un patio de fronteras estrechas. El piso de cemento temblaba al menor movimiento sobre él. Una pared de piedra negra me envolvía con su longitud en forma de caracol. Sólo arriba podía ver el sol. Y en mi mano, la flor.

Luego, la noche y el día pasaban un montón de veces por sobre mi cabeza, separados apenas por una franja, como negativo de rollo fotográfico. El aire, voluminoso y joven me reconfortaba. Miraba mi piel tirante, marcada con estrías recién nacidas. Yo sujetaba con fuerza mi flor. Alzaba los brazos y gritaba: ¡Me gusta!

Y ya no pude recordar más.

La luna ya sólo goteaba un poco. No muy lejos de mí, maltratado, tirado en el suelo, había un alcatraz. Volví a ponerme la bata y la pantufla. Dando brinquitos para evitar los charcos llegué hasta él. Me enrollé entre sus pétalos y volví a dormir.

Al día siguiente lo primero que hice fue ir a mi caja de zapatos. Saqué de allí algunas cosas: un pedazo de corcho, un cinturón, dos libros de historietas, una flauta, tres cartas, un bombín y grasa para bolear. El peine lo dejé, junto con muchas cosas más. La caja de cerillos la quemé. Llevé todo afuera, al alcatraz, y, como pude, improvisé una choza.

Desde entonces vivo afuera. El alcatraz no duró mucho. En poco tiempo se secó. Pero, cerca o lejos, siempre cae otra flor junto a la cual mudo mi choza. Ya viví junto a una buganvilia, una llamarada, una flor de un día y un cempasúchil. A veces tengo suerte y me toca presenciar el momento en que caen. En una ocasión, una buganvilia no se decidía a desprenderse; di de patadas al tallo como por una hora hasta que lo hizo. Todos los días las veo allá arriba, tan altas. Me estiro y trato de tocarlas. Pienso en mis estrías, larvas planas en mi costado. Pero sigo siendo diminuto. Ya llegará el día, lo sé. Por eso dejé mi caja de zapatos. No quisiera romperla el día que crezca, hasta eso, le guardo cariño. No se puede saber si la necesitaré de nuevo.

3 Comentarios:

A la/s 2:14 p.m., Blogger Unknown dijo...

Qué bueno que volviste. Me encargaré de informar a tus fans.

 
A la/s 1:55 p.m., Blogger Kuvenn dijo...

Me imagino qué serías en realidad. En esas proporciones seguro que te sientes refugiado por el entorno. El mundo es mucho más grande y más protector. Y creo que tus sensaciones también aumentaron.

Y los tesoros debieron ser pesados.

 
A la/s 5:15 p.m., Blogger Patty dijo...

yey, me gustó mucho, mucho

 

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