viernes, octubre 27, 2006

Y mañana?

Mañana fue ayer.

domingo, octubre 22, 2006

La mano izquierda

La silla apuntaba hacia la bahía desde el balcón del hotel, le acariciaba las piernas la brisa del mar, no podía sentir pero adivinaba que los vellos de sus pantorrillas se mecían, un mosquito revoloteaba cerca, movió los ojos para llamar la atención de alguien luego desechó la idea, un piquete del mosquito sería como el aire que se paseaba a su alrededor: solo una suposición. Habían pasado cinco años desde el accidente y en ocasiones aún olvidaba que estaba tieso, paralítico sin capacidad de tener sensación alguna en ninguna parte de su cuerpo, a veces creía adivinar cierta sensibilidad en la oreja izquierda pero nunca podía comprobarlo. Solo la picazón en el muñón; era lo único que le recordaba que tiempo atrás había sido una persona, la única zona de su anatomía de la que percibía alguna señal de vida y aunque fuera dolorosa la disfrutaba.
Acomodaron su silla de ruedas en el pequeño balcón, esta vez no le pusieron cobija en las piernas hacía mucho calor, lo habían vestido con unos shorts y lo sentaron ahí afuera. –Para que le de el sol- habían dicho, él pensaba que en realidad era para que no estorbara para poder descansar de la carga del paralítico aunque fuera un rato durante las vacaciones. No le gustaba que no le pusieran cobija, la bolsa conectada a la sonda llena de orines quedaba a la vista. Se sintió mas inútil de lo habitual, intentó ver su muñón con el rabillo del ojo, tenía tiempo que no lo veía y extrañaba ver lo que quedaba de su brazo derecho, ese brazo derecho que tanta felicidad le había dado.

Desde donde estaba no podía ver la playa, solo el mar, seguramente si pudiera moverse, tan solo un poco, estiraría el cuello y podría observar a las personas en la playa, hizo un esfuerzo que se quedó en su mente, ni un pujido pudo emitir, nada. Respiró hondo y levantó la vista, fijó su mirada en un punto inexistente allá lejos, en el cielo sin nubes.
Comenzó a recordar, quería sentir la picazón en el muñón y para eso era preciso recordar, hacer remembranza de todas las mujeres que había hecho suyas, ninguna se le había escapado todas habían pasado por su habitación, a veces cuartos de hotel, alguna vez en un baño de visitas, todas; y todas habían pasado por su mano derecha. Le vino a la mente la primera; hace muchos años, tendría unos catorce o quince años y ella más o menos la misma edad, se llamaba Alicia. La había visto en el descanso entre clases casi sin querer subiéndose a una barda para irse de pinta con sus amigas, vio a Alicia subir la barda y vio la falda subir el muslo de Alicia, luego al pasar la pierna sobre la pared pudo ver su ropa interior. Blanca. Pensó que una mujer –de la edad que sea- que deja ver su calzón debajo de la falda, y más aún si es blanco, tiene algo de infantil. Ese día el camino de regreso a casa le pareció eterno por la ansiedad. Entró, aventó los útiles escolares en un rincón y se encerró en su recámara; sería la primera vez que tendría en su mano a una mujer. Y vaya que la tuvo, en su mente Alicia trepó por la pared, dejó ver su calzón blanco y luego fue a sus brazos. ¡Qué pasión! Al terminar olió su mano –el olor del amor- pensó. El cosquilleo en el muñón se hizo sentir, si pudiera, sonreiría.

Empezó a oscurecer en el puerto y sus familiares lo regresaron al interior, iban a salir a bailar y sería bueno dejarlo acostado de una vez, le pusieron la pijama y pagaron una enfermera del mismo hotel para que lo acompañara durante la noche. Acostado viendo al techo siguió recordando, así sería mas sencillo olvidar a la enfermera que lo veía casi con el mismo asco con que observaba la bolsa con orines. Recordó a Ruth, la primera amiga que tuvo después de que toda la familia tuvo que mudarse de ciudad, era muy morena, con rasgos de tótem precolombino y un culo que parecía que usaba pañal debajo de los pantalones. A ella también la hizo suya y de muchas formas, algunas veces había toda una historia de amor circunstancial, otras veces la poseyó en una luna de miel en algún recoveco de su cerebro y en una ocasión hasta la violó. Y todas las mañanas, al llegar a la universidad la saludaba, y ella cordialmente le estrechaba la mano, la mano con la que sin saberlo la habían ultrajado la noche anterior.

No lo despertó el sol, ni el calor que inundó la estancia cuando abrieron la ventana y el trópico se metió sin pedir permiso. Lo despertaron los comentarios de su sobrino, que se quejaba de haberle tocado la asquerosa tarea de vaciar la bolsa de meados del minusválido. Mientras le quitaban la pijama y lo enfundaban en una playera estampada horrible pudo ver su brazo derecho, su muñón; sintió una especie de alegría al pensar que mínimo su mano se había salvado de verlo así, su inseparable compañera, su cómplice en mil aventuras se había ido más dignamente que él. Lo pusieron en la silla y lo llevaron a la alberca. Mientras sus familiares se bañaban él, con unos ridículos anteojos oscuros que le habían colocado chuecos, se sumergió en sus pensamientos.
Vino a su mente Claudia López, la compañera de trabajo de las tetas de acero, la que lo veía con desprecio porque él era el favorito del jefe. Siempre intentaba ponerle piedras en el camino, hacerlo tropezar, minar su camino ascendente dentro de la compañía, y por cada vez que ella lo intentaba, él y su cómplice –su mano derecha- se la tiraban tres veces. Había veces que tenía mejores mujeres al alcance de su mano; la animadora de televisión con quien tropezó en el centro comercial, la hermana de su vecino que le coqueteó cuando le ayudó a pintar la cocina y le dejaba ver la entrepierna cuando se agachaba con eso diminutos shorts a limpiar la brocha, Fernanda la novia de su primo que estaba bien buena, aquella maestra de matemáticas de mirada perversamente dulce y muchas más, todas listas en fila india, esperando; pero él prefería someter a Claudia, la muy puta, la gran perra que ni sabía que tenía dueño, menos que ese dueño era su enemigo a quien tanto odiaba. La doblegó de mil formas y siempre al final, se olía la mano –que curioso, el odio huele igual que el amor-.

Para el atardecer la familia completa fue a la playa, su hermano que era el mas fuerte tuvo que empujar la silla de ruedas por la arena –está bien que no te puedas mover, pero de menos deberías de cagar; pesas un chingo-. Lo colocaron bajo una palapa le pusieron un coco en las piernas y se tomaron fotos con él, muy divertidos. Las risas de sus hermanos y hermanas, sus cuñados, sus sobrinos, las burlas, le recordaron las propias. Le recordaron la trágica noche cuando se despidió de su aliada sin decir adiós. Estaba bebiendo con algunos compañeros en un cóctel ofrecido por la casa productora donde trabajaba, estaba toda la oficina incluida Claudia, y los dueños habían tirado la casa por la ventana “invitando” a muchas celebridades que amablemente los distinguían con su presencia; todos sabían que estaban ahí por el cheque que les esperaba al final del evento pero no importaba, estaban ahí y con eso bastaba. En la mesa con sus amigos hacía bromas a costillas de los presentes, se mofaba de los atuendos, de las actitudes; ellas eran las actrices, pero nada serían de no ser por él: el genio creativo. Comenzaron a hacer preguntas fantasiosas, que si ella se vería bien en tanga o si aquella sería virgen como pregonaba en las entrevistas que le hacían, él no contestaba, volteaba a ver de un lado a otro con sorna, autosuficiente, hasta miraba a los demás con el despreció de un ser superior –idiotas, yo las puedo tener a todas-, y ya había tenido a muchas de ellas, la del vestido rojo –Berenice Chávez- que protagonizaba un infomercial en las madrugadas le parecía especialmente piruja, sintió un breve calambre en la mano derecha, su aliada estaba de acuerdo y ella nunca se equivocaba: la del vestido rojo era una piruja. Aquella otra con piernas doradas también había sucumbido, casi no había mujer presente que no le hubiera dado placer y las que no lo habían hecho estaban formadas en la fila de su mente. Volteó a ver su mano, se la acercó discretamente y la olió, no percibió nada; ni amor ni odio, solo la humedad del vaso. –No te desesperes –pensó- muy pronto estaremos en casa cogiéndonos a todas estas perras-. Y luego la vió: Clementina Orozco, nunca la había visto en persona antes; era perfecta: trasero firme, redondo, levantado; un busto que se adivinaba suave, grande y que respiraba con elegancia; la sonrisa y mirada afables. Caminaba con gracia por el penthouse de lujo, todo mundo la volteaba a ver y él tuvo el deseo de ir al baño y tenerla ahí mismo pero se contuvo; la siguió observando para memorizar cada detalle, cada movimiento, cada gesto. En unas horas, en su cama, con su aliado, la haría pasar la mejor noche de su vida la primera de muchas.

Se dijo después que fue un mesero, que una señora se quejaba del humo y el estúpido mesero –que era nuevo en ese empleo- habría abierto una ventana, el aire del piso treinta y cuatro entró gritando al salón, como una serpiente invisible voló sobre todos, entre todos y de un coletazo zafó el candelabro.

Clementina estaba justo debajo del enorme adorno de cristal cuando éste se rompió, nunca se percató de ello, pero él si. No podía permitir eso; si quedaba desfigurada, si la veía deformada nadando en sangre no podría sacudirse esa imagen después, su mano derecha no se lo perdonaría jamás. Se lanzó y la empujó: le salvó la vida. Cuando despertó –nunca supo cuantas horas o días después- en el hospital y le informaron que el candelabro había caído en su codo, que no habían podido hacer nada que le tuvieron que amputar el brazo; lloró. Nunca jamás podría tener a Clementina Orozco.

Habían dejado ya el coco en el olvido y al parecer a él también, se sintió bien por ello. Una vez más lo habían situado viendo hacia el mar pero esta vez si podía escuchar las olas, había visto como conforme avanzaba la tarde la marea también avanzaba como si el mar quisiera seguir al sol. Cerró los ojos para evitar que le siguiera entrando arena, empezaba a haber viento y le habían quitado los anteojos oscuros. Con los ojos cerrados siguió recordando. La terapia de rehabilitación había sido terrible nunca pudo reponerse a la pérdida de su amiga, los médicos, psicólogos y familiares encarecidamente le rogaban porque hiciera mayores esfuerzos por aprender a utilizar la mano izquierda, pero ninguno comprendía su verdadero dolor, se había quedado sin algo mas que una mano y sentía mucho coraje cada vez que Clementina la iba a visitar: mi héroe, -pendeja-. En el trabajo le empezó a ir mal, le daba pena llegar con el traje semivacío, con la manga de la camisa doblada a la altura del codo. Claudia, como buena enemiga, no tuvo ninguna compasión y siguió obstaculizando sus labores, pero él ya no se podía vengar, no podía llegar a su casa y fornicarla cuatro veces seguidas. Se estaba volviendo un inútil, extrañaba demasiado a su aliada, y la mano que le quedaba no le servía, con ella no tenía complicidad, una noche cuando intentó violar a la presentadora de noticias sintió que le era infiel a la memoria de su verdadera amante. Además la torpe mano izquierda no tenía experiencia, le habían dicho que era mejor, que con la mano izquierda era "como si te la jalara alguien más" pero el no quería a alguien más. ¿Para que alguien más? El quería su mano, su confidente, su amiga, que se había ido y se había llevado los olores del amor y del odio.
La debacle continuó, después de un par de años la gente dejó de sentir lástima por él, les parecía exagerado que cayera en tal depresión solo por perder medio brazo, poco después perdió el trabajo: Claudia lo corrió cuando la ascendieron a directora del área.
Cuando fue a cobrar su cheque de liquidación tuvo que pedir ayuda a una señora, requerían que lo endosara y su estúpida mano izquierda no lo podía hacer; fue en ese momento cuando tomó la decisión de acabar con su vida. Cinco años tarde pero por fin se iría para poder seguir fornicando con su cómplice.
Le sorprendió la facilidad con que se puede conseguir un revólver siempre había creído que eso era algo casi imposible, tal vez su cara demacrada, su muñón, su barba sin rasurar le daban aspecto de ratero, no le podían negar a un hombre su herramienta de trabajo. El mismo día que compró la pistola se compró un traje, corbata, zapatos; arreglándose para su propio funeral, con muchos esfuerzos se pudo vestir; desde que perdió a su amiga sólo usaba playeras, ponerse la camisa fue una proeza –la corbata se la puso un vecino que creyó que iría a una entrevista de trabajo- terminó exhausto.
Tomó el arma. El cañón en la boca. ¡Pum!.
Estúpida mano izquierda, celosa, envidiosa, traicionera.
La bala no atravesó su cerebro, la débil mano siniestra no pudo dar la dirección adecuada; el proyectil atravesó la garganta, destrozó las vértebras y salió. Quedó convertido en un inútil bulto, un parapléjico, un imbécil que no pudo nunca más explicar por qué se dio un plomazo.

El viento seguía soplando cada vez más fuerte, seguía con los ojos cerrados. Escuchó un ruido de agua que cae momentos después vió la bolsa de orines empujada por el viento en la playa. ¿Por qué nadie la había recogido? Escuchó gritos, pestañeó varias veces para tratar de salir de la modorra en que había caído. No tenía la mejor posición para ver pero por lo poco que veía y por lo que escuchaba adivinó lo que pasaba; su sobrino de seis años se había metido al mar y no salía, toda la familia lo buscaba gritaban desesperados, miró a su hermana golpear a un salvavidas en medio de un ataque de pánico. Por fin, minutos de angustia después, un lanchero salió del agua con el niño en brazos y lo llevó a la palapa. La gente de los alrededores se acercó, alguien movió su silla de ruedas –quiten al paralítico, que nomás estorba- estaban todos muy atentos a las maniobras del médico que intentaba regresar a la vida al niño. Nadie se dio cuenta cuando las ruedas de la silla se movieron él nunca supo si se movió empujada por el viento o si alguien la impulsó, sólo vio como el mar se hacía grande, como se empequeñecía la distancia entre él y el agua. Todo mundo en la playa pendiente del niño. La arena húmeda frenó la silla, tal vez eso le alegró o tal vez no, quizá alguien se diera cuenta y lo regresarían a la palapa a un lugar seguro. Unos segundos después se levantó una gran ola, el océano se lo tragó con todo y silla. –Las olas son la eyaculación de Dios –alcanzó a pensar- es la señal de que por fin volveré a ser feliz-.

martes, octubre 03, 2006

Una Fotografía

La distancia.

El viaje

Mi dedo hizo la seña. La seña que le indica al chofer del microbús que se debe detener para que pueda abordar. Soy muy respetuoso de las normas así que había caminado hasta el parabús; casi todos se quedan en la esquina en el cruce de las avenidas. Soy muy respetuoso y también soy muy flojo; prefiero caminar unos pasos subirme al vehículo antes y así poder viajar sentado todo el camino. Es mi ruta de todos los días, tengo medidos todos los factores, si es necesario me espero veinte minutos a que pase un pesero con lugares vacíos, así puedo escoger uno junto a la ventana del lado derecho, porque en la mañana a esa hora el sol pega del otro lado, un lugar del lado derecho es sinónimo de una asoleada inmisericorde durante todo el trayecto. También procuro que sea detrás del chofer, así puedo ir escuchando el radio.
Pero ese día me equivoqué. Subí y no estaban Mis lugares. Ninguno. Todo el lado derecho estaba ocupado. Tuve que sentarme hasta atrás, en el centro. Si bien ahí no da el sol, no llega tampoco a ser una buena ubicación: constantemente siento que estoy desprotegido, si algo pasa y frenamos bruscamente saldría disparado hasta la palanca de velocidades, por eso no me gusta ese lugar. Pero ya estaba yo arriba, ya había pagado y ¡horror! No poseo los pantalones suficientes para pedir mi importe de vuelta y bajarme a esperar el transporte con el lugar ideal. Me acomodé en mi asiento. Atrás y en medio.
Un semáforo. Dos semáforos. El viaje transcurría con tranquilidad, nadie subía, nadie bajaba; todos sentados. Microbús lleno. Veinte minutos después vino la tragedia: otro dedo hizo la seña.
Una mano se afianzó de la puerta y arrastró pegada a la muñeca, al brazo, a la señora más gorda que he visto en mi vida. Toda vestida de morado. Una sola de sus nalgas pesaría más que mi cabeza. Pagó con unas monedas que en su enorme mano parecían lentejas y luego volteó hacía el fondo del camión, buscando dónde sentarse, pero no había ningún asiento vacío. Empecé a sudar frío, no me atrevía a verla a los ojos. Clavé mi mirada en la nuca de un señor que iba en el primer asiento ¡El! ¡Él debía levantarse! Debería comportarse como un caballero. Pero no lo hizo. Comencé a sentir calor. La gorda dio unos pasitos torpes por el pasillo. Del lado derecho un joven con una cachucha horrible no levantaba la vista de su periódico. Quise levantarme, quitarle la cachucha, pegarle un sape y hacer que le cediera el lugar al ballenato morado, pero no me atreví. Miré con tristeza los pies que increíblemente soportaban tanto peso dar otros pasitos torpes, hacia el fondo, hacia mi. En la siguiente fila una muchacha guapa le sostuvo la mirada a los dos ojos que había detrás de las sebosas mejillas. Desafiándola, cómo diciendo no me importas, soy bonita, soy guapa y soy esbelta; y voy sentada y no me voy a levantar. ¿Por qué? ¿Por qué esa soberbia? ¿Por qué no quiso dejarle su lugar? Con esa mirada retadora sólo logró que los pasitos torpes se acercarán más rápido a mi. Comencé a mirar por las ventanas, tratando de saber cuanto faltaba para llegar a mi destino. Faltaba mucho aun. Y si nadie se apiadaba de la gorda me tendría que levantar, cederle mi lugar y viajar de pie. Soy muy respetuoso de las normas, pero también tengo noción de la justicia y no era justo que Yo, que viajaba hasta atrás me tuviera que parar. Y era un caso perdido, a mis dos costados viajaban mujeres ya entradas en años. Si no dejaba mi lugar me lo reprocharían con la mirada, tal vez hasta con algún comentario por lo bajo, si permitía que la gorda se sentara también me lo reprocharían, esa humanidad las hubiera hecho viajar muy apretadas.
Aun quedaban tres filas antes de mí. Busqué con la mirada algún movimiento, alguna señal, algo que me indicará que alguien se pararía, la gorda hacia lo mismo. Pensé en fijar mi vista en mis zapatos, en la manchita rosa en la punta de mi zapato izquierdo, abstraerme a tal punto que la gorda desapareciera, pero me fue imposible. No pude mas que sorprenderme por la indiferencia, la facilidad con la que un tipo de traje le propinó un codazo en la panza a la única que iba a pie, se sorbió los mocos y continuó comiendo sus pepitas. ¡Todos tan tranquilos! Claro, se desentendían y no tenían que verle la cara, pero yo si, y seguía avanzando hacía mi. Comencé a mecerme los cabellos, no quería romper la armonía. No quería ser el individuo que no fue parte del grupo: el que cortésmente le obsequiara su asiento a una obesa. No me quedaban muchas opciones y el tiempo se acababa. Me mordí un nudillo. Encontré una solución. No, no era una solución: era una estupidez, una idea desesperada: podría bajarme del microbús; le dejaría el lugar a la colosal mujer, y no haría quedar mal a mis compañeros de viaje por ser caballeroso, parecería una simple coincidencia. Miré a la ventana de nuevo, respiré profundo.
Los 130 kilos de carne forrados de tela morada se detuvieron justo delante de mis rodillas. Me temblaba un párpado. Tomé la Decisión. Me erguí y algo murmuré, algo murmuró en respuesta la gorda y se sentó, algo murmuraron las señoras. Los pasajeros voltearon a verme. Una gota de sudor se formó en mi patilla.
Estiré la mano y toqué el timbre, el resto del camino lo hice en taxi.